Validar el malestar
- Marina Soncini
- 24 nov 2023
- 4 Min. de lectura
Me inclino por el aprendizaje del y en el amor. Aprender a través del afecto, del cuidado, y no solo a través del sufrimiento y del dolor. Sé que el dolor enseña. Enseña mucho, no lo niego. Pero insisto en creer y recordarme (aunque me cueste mucho) que tiene que ser también posible aprender a través de la paz y el cuidado, y que tenemos derecho a ser amados incluso cuando estamos en la mierda.
Yo en verdad nunca he tenido resistencia a la tristeza. Siempre fue fácil dejar que existiera, y siempre supe que me llevaría más allá. Pero, en los últimos tiempos, me cuestiono hasta qué punto he utilizado de esta facilidad como pega para contenerme y, así, olvidado de cómo viajar. Me siento constantemente inadecuada e inútil. Siento constantemente que tengo que demostrar que merezco algo, desde lo más sutil hasta lo más profundo. Obviamente, esto acaba por hacerme sentir también que no soy lo bastante buena para recibir amor. Que no soy digna de ser amada.
Hoy, mientras escribía mis páginas matutinas, me encontré preguntándome si elegir continuar sufriendo (aunque por veces inconscientemente), no tiene que ver con una justificación interna de que así puedo merecer algo. Porque de alguna manera, en algún momento, esta fue la forma que encontré para sentirme menos culpable. No puedo pagar las facturas, pero elegir no pedir ayuda demuestra que soy fuerte, y eso es una recompensa que merece la pena. Pedir ayuda puede aportarme una parte de la solución, pero me hace perder el único hilo de ilusión de validez que puedo mantener: el de ser una mujer que puede salir adelante. Una luchadora, pero que sufre.
Porque el sistema nos enseña que pedir ayuda es una señal de fracaso. Que una mujer fuerte puede con todo y que hasta ahí puedes llegar. Que debes ser independiente y no necesitar a nadie. Que debes ser revolucionaria, autosuficiente, autónoma, competente, conocedora de ti misma, espiritualizada, la luz misma. Y feliz, por supuesto. Sutil, siempre que sea posible. Esto es pura tontería y, aunque lo sepamos racionalmente, a veces cuesta sentirlo.
El patriarcado y el capitalismo nos hacen querer probarnos a nosotras mismas todo el rato. Nos convencen de que ser quienes somos nunca es suficiente, y que la única manera de crecer es a través del sufrimiento y el agotamiento. Porque eso es lo que le queda a una mujer - que puede todavía ser pobre, disidente, negra, inmigrante. Al menos eso es lo que nos echa en la cara, objetiva y subjetivamente, el sistema, el país, la ley de extranjería y las leyes que rigen la sociedad en general.
¿Hasta qué punto está arraigada la creencia de que somos menos por el hecho de ser algo otro? Teniendo en cuenta todas las exigencias reales de la vida que, obvio, hay que mantener, me parece imposible ser -solo- una mujer. Llena de problemas y sin idea de cómo resolverlos; sin un céntimo en la cuenta a final de mes porque tienes que mantener a la familia sola; sin tiempo para descubrirse a sí misma y vivir tu mejor vida porque tienes que cuidar a tus padres enfermos; incapaz de salir de una relación de mierda porque dependes económicamente del chico.
¿Cómo logramos permitir que nos cuiden, nos ayuden y nos quieran en medio de todo este lio? ¿Cómo se pueden entender todos estos matices que nos atraviesan y nos imponen tantas normas (algunas de las cuales incluso se disfrazan de un "camino interno de curación" extremadamente vacío y superficial)?
Y en medio de tantas exigencias, me pregunto: ¿qué nos queda para nosotras mismas? ¿Queda espacio psicológico para algo que no sea la desesperación? ¿Queda espacio para descubrir lo que nos gusta y lo que no? ¿Hay alguna salida para la culpa? Porque aquí viene el bonus track, lo inevitable: sentirse culpable. Por no conseguir nada de lo que nos dicen que deberíamos, por no ser capaces de conseguir un buen trabajo, por tener intereses propios que "no llevan a ninguna parte" y, a veces, por pedir ayuda.
Es casi lógico que nos sintamos inadecuadas y fuera de lugar, pero saberlo no lo hace menos doloroso. Darte cuenta día tras día que el intento de sobrevivir acaba alejándote de ti misma, de los sueños que aún sueñas soñar, se vuelve aún más enfermizo cuando no tienes salida a esta situación. La inmensa mayoría no tiene salida.
Convertirte en tu proyecto principal no es para todo el mundo, porque en muchas ocasiones puede no ser solo una elección. Sentir que no hay sitio en el mundo para nosotras, para lo que creemos que nos gustaría ser, para lo que intentamos trabajar interna y duramente por ser puede ser un shock para quienes se dieron cuenta de esto tarde en la vida. O un peso muy antiguo para quienes llevan mucho tiempo viviendo con esta mochila. Sea cual sea la situación, a veces todo esto se desborda con tanta fuerza que casi asfixia.
Estar en todas partes, ocupar los espacios, hacerlo lo mejor posible, asumir la responsabilidad de lo que es tuyo (y de lo que no lo es) no llena la caja de la plenitud. Y a veces solo empeora la sensación de no ser digno. Porque la recompensa no llega, es ilusoria. Porque normalmente la caja ha sido creada por un sistema cruel con nosotras, y es una caja sin fondo, no diseñada para ser llenada. Y a la mierda los que solo nos dicen que nos relajemos y estemos tranquilas, porque es obvio que ya lo hemos intentado y obviamente no funciona.
Quizás tenemos que darnos cuenta de que el sentimiento de insuficiencia es, en realidad, parte de lo que nos hace plenamente dignos y suficientes en este sistema hostil. Permitirnos que otras manos, además de las nuestras, moldeen nuestro camino, no invalida nuestra independencia ni nuestras particularidades. Más bien es lo que nos permite regar un terreno más fértil para crecer mucho más alto, y echar raíces aún más profundas, en comunidad.
Porque aprender a través del amor y aprender a amar implica inevitablemente colectivizar experiencias y validar sentimientos. Ya sea tristeza o alegría. Hoy he conseguido escribir este texto, pero mañana quizá no pueda levantarme. Y (respira hondo) está bien por hoy. Al final, no hay historia que no sea colectiva. Y aún tenemos muchas historias que (re)escribir juntas.
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